Turismo en Valle de Majes
El Valle de Majes está a unas tres horas de Arequipa. Son 178 kilómetros hasta Aplao, capital de la provincia de Castilla. Esta pequeñísima ciudad crece en medio de un fertil valle a orillas del río Majes. El mismo que discurre, miles de metros más arriba, por el archiconocido Valle del Colca antes de ingresar al cañón más profundo del mundo. En Majes abundan los camarones, el buen pisco, y kilómetros cuadrados de verdes arrozales. Como en el resto de la franja costera del país, estas tierras fértiles están rodeadas por un espacio geográfico desértico y árido, donde la lagartija más recia saldría huyendo despavoridamente. Un autobús me conduce hacia Aplao, no sin antes cruzar las Pampas de Sihuas y Majes, y descender por una vía serpenteante. En una de esas curvas aparece el valle amplio y verde, encerrado entre cerros arenosos con caprichosas formaciones geológicas, semejantes a fortificaciones gigantescas. Mientras el autobús se aproxima a mi destino, contemplo por la ventana a las garzas que sobrevuelan serenamente los arrozales. Paisaje en silencio. Valle prehistórico.
Julio vive a poco más de diez kilómetros de Aplao, en la localidad de La Central Ongoro, donde alguna vez existió una hacienda con el mismo nombre. Ahí está situado Majes River Lodge, su albergue rústico y acogedor que administra junto a Durby. A este lugar llegan viajeros nacionales y extranjeros para hacer canotaje en el río Majes, visitar los petroglifos de Toro Muerto, caminar tras las huellas de dinosaurios en Querulpa, o explorar “El Castillo”. Los camarones inmensos – salvo en los mese de veda, entre enero y marzo – son otra buena razón para visitar este rincón del país. Julio hace de guía y no lo hace nada mal. Es un tipo bien versado. Combina sus conocimientos del valle con anécdotas e historias, tanto de su vida como de un sinnúmero de personajes. A veces pienso que confunde la realidad con la fantasía. Pero qué importa si sus huéspedes se divierten y están felices. Julio es un gran anfitrión. De eso no cabe duda.
Cerca a la casa-lodge de Julio y Durby se divisa la silueta de “El Castillo”, lo que parece una milenaria fortaleza situada en medio de una pampa. Se trata de un promontorio de roca que se alza sobre una base poco estable pero inclinada, lo que permite su ascenso hasta el inicio mismo de altísimas paredes que asemejan gruesos muros de una fortaleza medieval. De ahí escalar es más complicado, por la verticalidad de las paredes de piedra y arenisca. Julio me cuenta que existen construcciones en la cima de esta formación geológica que fueron, alguna vez, puestos de vigilancia para proteger un tesoro supuestamente enterrado en las entrañas de “El Castillo”. Julio asegura además que el promontorio ha sido venerado como una especie de huaca, desde periodos muy antiguos. Un cactus medianamente grande que asemeja un árbol siniestro se yergue por encima de las rocas y arenas. Es un paisaje surrealista.
En 1951, el historiador arequipeño Eloy Linares Málaga descubrió en la quebrada de Toro Muerto miles de inmensas piedras volcánicas grabadas con petroglifos. El lugar está situado a unos siete kilómetros del pueblo de Corire, en el Valle de Majes. Antonio Núñez Jiménez, autor de “Petroglifos del Perú”, una voluminosa y alucinante publicación en tres tomos sobre el arte rupestre en el país, las ha llamado “el sitio más notable de trabajo en piedra en todo el Perú”. El mismo Linares asegura que se trata de “el lugar con mayor número de petroglifos en el mundo”. La quebrada de Toro Muerto está a unos 600 metros de altura. Tiene unos once kilómetros de largo, medido de noroeste a sudoeste, con una anchura máxima de cinco kilómetros. En este espacio existen alrededor de 5000 piedras de diversos tamaños tallados con escenas de caza, animales, plantas y otros motivos, probablemente elaborados por los huari y los collagua en distintos tiempos. El tema es que en la actualidad corren peligro de desaparecer por el constante robo de las piedras volcánicas. Hasta los turistas se las llevan. Y nadie hace nada al respecto. Las denuncias se acumulan año tras año. Anteriormente, el Instituto Nacional de Cultura alzaba la ceja en señal de indiferencia. Ahora lo hace el Ministerio de Cultura. Y mientras tanto, Toro Muerto sigue siendo saqueado.
En el valle de Majes se come y bebe estupendamente bien. Los camarones son el producto principal salvo en temporada de veda, entre enero y marzo. Durby prepara platos excepcionalmente simples y deliciosos con estos bichos que son para chuparse los dedos. Camarones al ajillo, camarones a la plancha, chicharrón de camarones, caldillo de camarones, chupe de camarones. Pero el valle es generoso también con la abundancia de arrozales, frutales y viñedos, gracias al clima soleado y bastante amable. De ahí que también sea cuna de buen pisco. Los primero viñedos fueron sembrados por los jesuitas que poseían, además, el conocimiento adecuado para elaborar vino y aguardiente de uva. En mi largos recorridos por el valle, he tenido la oportunidad de visitar bodegas antiguas donde aún se observan las tinajas de arcilla semienterradas que datan desde 1619. El propietario de una de estas bodegas, don Jorge Estremadoyro Bustamente, hizo pisco y vino hasta la década del cincuenta. Recién hace unos quince años retomó la actividad como muchos otros pisqueros del valle. Hoy en día personajes como don Berly Cruz, César Uyén, Marco Zúñiga Díaz o Edith Picardo han vuelto a apostar por los sembriós de viñedos y la producción de pisco en el valle que, ciertamente, es uno de los mejores en el país. Julio, era de esperarse, encabeza esta pequeña cofradía de majeños que buscan recuperar el tiempo perdido, no sólo en la producción del pisco majeño, sino en la promoción de este rincón del planeta.
Desde siempre, Majes fue parte de una ruta natural entre los asentamientos coloniales de la sierra del sur peruano y Quilca, principal caleta situada al sur de Camaná en el litoral arequipeño – donde Miguel Grau se escondía hábilmente con el monitor Huáscar de fuerzas enemigas durante la Guerra del Pacífico. La actividad comercial propició en 1595 la fundación de un poblado en el valle que fue llamado San Nicolás de Tollentino de Huancarqui que al parecer gozó de mejores tiempos. Hoy en día, el pueblo tiene una sospechosa fama de ser cuna de brujas y bellas mujeres. Por ahí, más de un caballero cree haberse topado con una bruja que no era precisamente su suegra. Otros afirman que no hay mayor diferencia entre una bruja y una bella mujer. Personalmente, no creo que en Huancarqui hayan brujas – al menos ahora – aunque no niego la existencia de ellas (algo sé al respecto, pero esa es otra historia). Pero para suerte mía, cada vez que visito el valle, veo aparecer una bella mujer entre las piedras.